Uno de los grandes debates morales, que inciden de modo directo en la vida práctica, consiste en determinar si la atención y entrega al prójimo debe prevalecer por encima de la nuestra. Tanto es así, que para algunas escuelas filosóficas o concepciones religiosas la felicidad pasa por entregarse a los demás, mientras que para otras es justo lo contrario.
Con bastante frecuencia, la gran limitación a la hora de afrontar este dilema radica en la “forma mentis” del ser humano, en su estructura cognitiva, en el cómo procesa la información, en definitiva, en su modo de pensar. Tenemos un pensamiento excluyente; de modo totalmente irracional, creemos que si se da A no se puede dar B, o más en concreto, caemos en una trampa cognitiva, la cual consiste en pensar que si A es bueno, automáticamente B tiene que ser malo o viceversa. Estamos diseñados para simplificar la información y huir de la complejidad. Es por ello, que podríamos establecer una especie de clasificación dividiendo a las personas en aquellas que consideran la entrega al otro como lo sabio y, las atenciones a uno mismo como lo equivocado; por el contrario, en el otro bando estarían, aquellos que evalúan el darse a los demás de pérdida de tiempo y claro error, mientras que, en la híper-atención a su propio ser se hallaría el origen de toda dicha humana.
Sintetizándolo mucho, lo sabio es considerar los dos tipos de comportamientos como positivos y no excluyentes. Si me preocupo por el otro no quiere decir que deje de hacerlo por mí. El Maestro de Nazaret, en su nuevo mandamiento, recomendó que amáramos al prójimo como a nosotros mismos. No dijo que lo amáramos más, ni menos, sino como a nosotros mismos…