El matrimonio es una unión dinámica: pasa por muchas etapas, a través de las cuales se va forjando un “nosotros” único. Es un proceso de crecimiento compartido, en el que cada cónyuge se esfuerza por el bien del otro, sin descuidar el propio crecimiento personal.
“Te necesito”. En nuestro imaginario, esta frase está directamente ligada al amor: en la medida en que siento que te necesito, comprendo que estoy realmente enamorado, que te amo. Eres indispensable para mí: tienes un gran valor para mí. Necesitar al otro sitúa en una condición de vulnerabilidad y dependencia, pero al mismo tiempo mantiene vivo el deseo: nada deseamos más que lo que nos falta.
¿Pero qué pasa si cambian las cosas? ¿Si ya no siento esta “necesidad”? ¿Si empiezo a pensar que podría vivir bien sin el otro?
Cuando llega ese momento, aparece siempre una sensación de desconcierto: la de haber abierto una distancia entre uno mismo y el otro, que se percibe como desamor.
Pero, ¿la autenticidad del amor es directamente proporcional al sentimiento de tener “necesidad” del otro? ¿Significa de veras que cuando logramos una mayor autonomía emocional, no amamos ya?
Compañeros de crecimiento
A lo largo de su historia, la relación amorosa conoce muchas fases y encrucijadas; una de estas nos permite experimentar un modo de ser indispensables el uno para el otro, distinto de la “necesidad”.
En el matrimonio se construyen muchas áreas de interdependencia recíproca: se puede decir que “nos formamos” juntos. Con el curso del tiempo, lo que cada uno de los dos “es” se va conformando poco a poco en relación con el otro: a través de él, a través de modalidades relacionales compartidas, a través del intercambio cotidiano, dos personas que se quieren se van conformando mutuamente en un proceso dinámico.
Así, lo que yo soy depende también de lo que “nosotros” fuimos, somos y podremos seguir siendo.
La vitalidad de la relación depende de la capacidad de permanecer siempre abiertos al cambio: cultivar el deseo personal de crecer siempre, hasta el final de la vida, y seguir aportando lo que uno es también en el contexto de la relación de pareja.
En el matrimonio, el otro no solo es un testigo, sino nuestro “compañero de crecimiento”: el encuentro con él inicia, de hecho, un proceso de transformación personal, específicamente ligado a esa unión.
En una unión diferente habrían pasado otras cosas: en nosotros, entre nosotros, a nuestro alrededor; probablemente también seríamos personas distintas.
Afinar la propia personalidad
Pero si leemos el matrimonio en su significado más profundo, debemos pensar que, precisamente a través de esta unión y de sus vicisitudes, se juega nuestra concreta oportunidad existencial, el misterioso desafío que se nos propone para responder a nuestra “vocación” y dar los mejores frutos posibles.
La cercanía del otro evita que seamos fanfarrones: sus necesidades y peticiones nos hacen ver lo que nos falta, la diferencia destapa nuestras limitaciones. El amor por el otro nos obliga a no conformarnos con lo que somos, a modelar nuestro modo de ser, a lograr y desarrollar nuevas habilidades y capacidades relacionales. Nos exige trabajar en nosotros mismos, no resignarnos, luchar, relanzarnos; nos obliga a perdonar y perdonarnos, a hacer del amor algo más fuerte y duradero que el mero sentimiento.
El amor por el otro nos exige trabajar en nosotros mismos, no resignarnos.
Lo que la historia ha hecho de nosotros hasta ahora es solo un comienzo: nadie está “obligado” a ser solo lo que ha sido; todos tenemos la libertad de cambiar, crecer, enriquecer nuestra personalidad. Podemos hacerlo en cualquier momento, a cualquier edad, en cualquier condición; el proceso de afinar la personalidad no tiene límites, y es un proceso apasionante.
Pero entre este “ser cada vez más uno mismo” (que es cumplir la propia vocación) y estar cultivando un vínculo a dos, no hay ninguna contraposición ineludible; por el contrario, la oportunidad de realizar un verdadero crecimiento personal pasa a menudo a través del otro que, con su diferencia, es en concreto quien nos desafía específicamente a cambiar. Incluso el cansancio y el dolor que podemos experimentar, pueden recibir sentido desde esta lógica.
Amor-alianza
El otro nos es necesario, aunque ya no lo “necesitemos”; pero para comprender el valor del matrimonio cuando salimos de la percepción de “amor-necesidad”, es fundamental encontrar una nueva forma de dar sentido a la relación: es preciso dar a la relación su pleno valor de “amor-alianza”.
Alianza es una hermosa palabra: indica una relación en la que es indispensable la dignidad, así como el respeto y la estima recíproca. La alianza no teme a la diferencia, ni exige del otro una correspondencia completa: en una buena alianza el otro puede ser serenamente él mismo, porque ya no le atamos a la tarea de satisfacer nuestras necesidades. En la alianza, cada uno anima al otro, se interesa a fondo por su bien, pero se le permite perseguirlo a su manera; en la alianza, el “nosotros” es punto de apoyo, porque la mirada pone el foco en metas compartidas.
En la alianza, el otro no me completa, porque sé que no es su tarea; ser una persona plena me compete a mí, y no puedo hacerle responsable de mis defectos. En la alianza, mis insuficiencias no son un escándalo para el otro: puede (a veces debe) señalármelas, pero no para echármelas en cara ni hacerme sentir culpable; salir de la “necesidad” significa de hecho encontrar una buena distancia, en la que cada uno es él mismo y, por tanto, puede amar al otro por lo que es.
Fuente: Aceprensa