Entrevista a la escritora y neuropsiquiatra Mariolina Ceriotti:
La neurosiquiatra infantil y psicoterapeuta, madre de seis hijos, desgrana en qué consiste la diferencia entre sexos. Según ella, diferencia implica portar valores distintos y complementarios, pero no desiguales en dignidad
Mariolina Ceriotti vive en Milán y es médico que trata a niños y también a adultos y a parejas. Su amplia experiencia en este campo le ha permitido conocer con mayor profundidad las dinámicas entre hombre y mujer, al igual que la familia . Ha compartido estos frutos en conferencias y, sobre todo, en cuatro libros editados en España por Rialp: Erótica y materna (2018), Masculino. Fuerza, eros, ternura (2019), La familia imperfecta. Cómo convertir los problemas en retos (2019), y La pareja imperfecta. ¿Y si los defectos fuesen parte del amor? (2021). A favor de la diferencia y, por eso mismo, contra la desigualdad, habla con una pasmosa tranquilidad y claridad sobre intimidad, sexualidad, fragilidad y conflictos emocionales. No hay tabús ni morbo, sino delicadeza exenta de sacarosa.
–Usted ha escrito en Erótica y materna que la mujer es «esa parte del género humano que concede (o no) el acceso a la vida». ¿Esa sería la definición más primordial, la definición que desarrollaría el aspecto esencial de lo femenino?
–La mujer es portadora de un gran poder: el de acoger y hacer germinar la vida. El potencial de ser madre es su especificidad, lo que la diferencia esencialmente del varón, que tiene su especificidad en la posibilidad de convertirse en padre. En su contribución única a la generatividad, lo masculino y lo femenino muestran ambos al mismo tiempo su capacidad y sus límites, puesto que ninguno de los dos puede generar por su cuenta: se necesitan el uno al otro. La mujer, sin embargo, está dotada de un poder en cierto sentido más terrible: el de la vida y la muerte de la criatura que lleva en su vientre. Sobre esta criatura, si quiere, también puede mantener el secreto, y en este caso el hombre puede incluso ignorar una posible paternidad.
Además, el niño accede al padre siempre mediante la mujer–madre, no sólo en el momento del nacimiento, sino también a lo largo del proceso educativo: lo que la madre dice sobre el padre supone para el hijo una clave interpretativa fundamental acerca de su relación con él y entre ellos, incluso aunque el padre sea una presencia directa e importante en la vida de su hijo. Esto le concede a la mujer un gran poder, pero también una gran responsabilidad.
–También dice usted que la mujer es más compleja en su cuerpo y en su psique. ¿Hasta qué punto? ¿No se trata de una afirmación simplista, o, como dicen ahora, su afirmación no perpetúa «roles de género»?
–Hablar de complejidad no significa proclamar que exista superioridad, sino únicamente procurar enfocarse en una evidencia: en la mujer se enfrentan dos naturalezas diferentes, que he definido en uno de mis libros como el componente «materno» y el componente «erótico». Lo femenino se manifiesta según estas dos modalidades, ambas esenciales: modalidades distintas, contradictorias y fácilmente en conflicto entre sí, que se expresan en cada mujer con diferente intensidad en los distintos momentos de la vida, según una lógica personal que sigue la historia de cada mujer y su desarrollo. El componente «materno» orienta a la mujer hacia las relaciones, haciéndola capaz de aceptar y cuidar los vínculos sin sentirse atosigada por la generosidad que requieren: aquí intervienen la capacidad de ocuparse de los demás, de acoger, de tener una mirada positiva sobre el otro. El componente «erótico» encauza a la mujer hacia el respeto por sí misma, a la capacidad de ser autónoma, pero también a aceptar sus propios deseos y llevar a cabo sus legítimos proyectos.
La falta de equilibrio entre estas dos tendencias opuestas entraña derivas negativas: el exceso de lo materno va acompañado de un control sobre los demás, escaso respeto hacia su libertad, modalidades de relación culpabilizantes; a su vez, el exceso de lo erótico puede implicar una modalidad excesivamente narcisista y egocéntrica, que no tiene en cuenta las necesidades y deseos de los demás. Nada que ver, por tanto, con el tema de los roles de género; simplemente, me parece que el bienestar de una mujer estriba en conocer, amar y desarrollar ambas facetas de sí misma.
–En otro capítulo de Erótica y materna usted habla del tipo de trato que traban entre sí las mujeres; ¿es cierto que la envidia y la solidaridad componen los extremos de este eje?
–No es cierto que la envidia sea una característica única de la relación entre mujeres, sino que en las mujeres se expresa de una manera particular, porque, como escribió la psicoanalista Melanie Klein, nace del interior de la compleja relación con la figura de la madre. La envidia es un sentimiento doloroso y corrosivo, porque provoca que se otorgue un gran valor a aquello que posee el otro y que disminuya, a su vez, el valor de lo que poseemos. Implica sentimientos de exclusión y de hostilidad, e incita a atacar en secreto al otro para reducir su encanto.
La envidia es el gran enemigo de la relación entre mujeres: un peligro sutil, una presencia intrusiva que genera una conflictividad secreta, capaz de agredir y empobrecer las relaciones desde dentro.
A pesar de que es muy frecuente, a menudo se niega el sentimiento de envidia o no se le presta la debida atención, porque es desagradable de reconocer. Por eso mismo suele manifestarse indirectamente, haciéndonos incapaces de alegrarnos por el éxito de otra mujer. En estos casos, y a pesar de las mejores intenciones, resulta imposible participar plenamente de la alegría de otra mujer y, en cambio, se experimenta hacia esa mujer una especie de desagradable distancia emocional, acompañada de una percepción igualmente desagradable de una misma. Es una especie de entumecimiento emocional, y constituye una reacción defensiva contra el sentimiento aún más doloroso que supone la envidia, la cual nos esforzamos en arrinconar en el inconsciente de donde proviene.
La trampa de la envidia no es inevitable: admitirla y comprenderla nos permite, en realidad, accionar palancas positivas para contrarrestarla
Si la envidia nace de un sentimiento de exclusión, la forma de combatirla consiste en aprender a valorar siempre los dones de otras mujeres y poner los nuestros a su disposición. Para ello, la solidaridad es la verdadera alternativa ganadora frente a las relaciones envidiosas: nos enseña a pensar en las otras mujeres como potenciales aliadas en lugar de potenciales rivales, y a unir nuestras fuerzas a fin de que cada una dé lo mejor de sí misma para plena satisfacción de todas.
–Sin embargo, ¿cree usted que vivimos en una cultura que niega el valor de la diferencia entre varones y mujeres? ¿A qué se debe? También alude usted a que estamos contemplando la desaparición de las madres y de los padres, en tanto que cometidos y formas de ser diferentes.
–Muchos piensan que la nuestra es una época predominantemente femenina, debido a que la crisis de la figura masculina durante las últimas décadas se ha vuelto cada vez más evidente. En paralelo al eclipse del varón, hemos asistido a una progresiva toma conciencia de las mujeres, que han alcanzado en el mundo occidental un nivel educativo igual al del hombre y a las cuales ahora se les reconoce, al menos de palabra, el pleno derecho a puestos y profesiones antes consideradas de dominio masculino. Las últimas generaciones de mujeres pertenecen a una época que ha normalizado la desvinculación de lo femenino de la función biológico–reproductiva, considerada la principal raíz de su desventaja frente a los hombres; hoy las chicas se sienten libres de vivir su sexualidad y proyectar su futuro de la misma manera que sus coetáneos masculinos.
A pesar de todo esto, la relación entre los sexos sigue resultando muy difícil y discordante; yo pienso que aún estamos lejos de comprender a fondo la especificidad de los sexos, el valor de su diferencia, la riqueza de su reciprocidad.
Tanto lo masculino como lo femenino parecen haber perdido su verdadero potencial, y más que de una época masculina o femenina, creo que hoy debemos hablar del advenimiento de una época de indiferenciación narcisista. La dimensión narcisista es una dimensión autorreferencial y no generativa; por el contrario, tanto la capacidad materna como la paterna requieren el paso a una dimensión diferente, abierta a la generosidad. Naturalmente, no se trata exactamente de «hacer hijos», sino de una disposición psicológica que permite al hombre y la mujer ir más allá de sí mismos, encontrarse, enriquecerse recíprocamente y enriquecer el mundo. Acceder a la propia dimensión generativa, que es, entre otras cosas, la fuente más importante de verdadero bienestar psíquico.
Fuente: El Debate