Estas palabras de Juan Pablo II, Europa sé tú misma, en su discurso en Santiago de Compostela, con ocasión de su primera visita a España, bien se pueden aplicar a la familia. El desarrollo natural de esta institución es la principal garantía para conseguir una sociedad justa y pacífica.
La familia es la institución más valorada por los españoles, la que alcanza en las encuestas los más altos porcentajes de aprecio, aunque, paradójicamente, es la institución más atacada por algunos medios de comunicación y por parte de los gobernantes. Resulta contradictorio buscar su destrucción, en una sociedad democrática, cuando tiene un apoyo tan amplio en todos los sectores sociales. Sólo se entiende esta actitud si se piensa en términos de ingeniería social; si se pretende cambiar la sociedad en función de unos principios ideológicos. Como es lógico, esta institución natural, se resiste a asumir unos cambios que la rebajan en su dignidad. En esta línea se justifica el rechazo a las recientes leyes sobre el divorcio exprés, el matrimonio de homosexuales, la educación para la ciudadanía, o la ampliación de la ley del aborto, que señalan ese clima adverso que envuelve a la familia.
Nadar en aguas revueltas y contracorriente no resulta fácil ni agradable, pero es algo que nos viene dado y no podemos modificarlo. Sólo nos queda el esfuerzo por mantenernos a flote e ir avanzando, aportando un toque de deportividad, haciendo gustosa esta necesidad. Es importante distinguir la familia moderna de la tradicional. La familia moderna conserva los rasgos básicos de la tradicional, pero la mejora notablemente. Sobre la base de una configuración estable de un padre y una madre, se lleva a cabo la maduración de los hijos y de los padres. Se distingue de la tradicional en el fuerte compromiso de los padres en la educación y la transmisión de valores. Quizá antiguamente se abandonaban las responsabilidades en manos de las madres, los colegios o los preceptores, pero ahora, no se puede hacer así. Hay que comprometerse sólidamente, conjuntamente, el padre y la madre.
La presencia de un padre y una madre son imprescindibles para atender a la prolongada infancia de un niño, que dura hasta los doce años, en contraste con los animales, que en pocos días aprender a volar y nadar. En esa etapa se adquiere las habilidades físicas y un bagaje afectivo, cultural y religioso de grandísima importancia. Paralelamente se abre uno a los demás: se inicia la dimensión social de la vida, en un ambiente de protección y exigencia. Luego llega la instrucción y tantas otras atenciones que los niños requieren. Es un esfuerzo necesario y gratificante, porque el resultado es la aportación de nuevos individuos al flujo social, que continúan dinamizando el desarrollo.
Hace unos días hablando con una profesora que imparte sus clases en un instituto de Nueva York, me decía que los alumnos de origen indio estudian, sacan buenas notas y van a la universidad. En cambio los alumnos de origen sudamericano van de fracaso en fracaso. El motivo lo atribuía, sin ningún género de dudas, a la estructura familiar. En la casa de la familia india hay siempre alguien que espera a los niños al regreso de la escuela, que les da de comer y les ayuda a estudiar. Por el contrario cuando los niños hispanos llegan a casa no encuentra a nadie y hacen de la calle en su casa. Habrá excepciones por los dos lados, pero, en líneas generales, entendemos el efecto benéfico de una familia bien organizada.
Tras la infancia llega la adolescencia, una etapa en la que se acentúa la dificultad de la relación entre padres e hijos, y para la que hay que prepararse más específicamente. Superado este escollo viene la orientación profesional y después la búsqueda de un trabajo acorde a las condiciones de cada persona. En todos los estadios la cooperación de padres e hijos es fundamental, aunque conforme avanza el tiempo el peso de la responsabilidad recae, lógicamente, en los hombros de los hijos.
Queda un paso decisivo: el acceso al matrimonio. Es un punto especialmente difícil, porque la dimensión sentimental de la cultura actual rechaza cualquier planteamiento práctico, aunque esté cargado de sentido común. En otros momentos cabe la rectificación, pero en éste, resulta mucho más difícil. Hay que saber, en primer lugar, que las personalidades de los cónyuges son distintas y que el complemento enriquece a ambos, y la falta de entendimiento, empobrece a los dos. Y, en segundo lugar, recordar que al llegar al matrimonio hombre y mujer son una misma cosa y, en consecuencia, la vida de soltero de cada uno de los esposos ha dejado de existir.
Se entiende fácilmente la conveniencia de que en una familia haya varios hermanos, porque el trato entre ellos es más crudo que el que pueden dar los padres y favorece la fortaleza y educación de los niños. Se podría decir que unos educan a los otros. Me contaba Víctor, padre de once hijos, que recibió una llamada del padre de una niña melindrosa -hija única- para decirle que su hija iba a pasar el fin de semana en su casa. Le rogaba que estuviera pendiente de que la niña comiera. Al llegar la hora de la cena sirvieron abundantes bocadillos, cuando la niña invitada iba a coger el suyo, ya habían desaparecido del plato. Contrariada se quejó al ama de casa que le puso otro bocadillo en exclusiva. El resultado fue una nueva llamada telefónica del padre para agradecer el cuidado de su hija, que había engordado en esos dos días.
También se entiende la importancia de las familias numerosas, especialmente ahora cuando el sistema de pensiones parece estar en crisis por falta de base de sustentación. En mi opinión la solución no está en elevar la edad de jubilación, sino en incrementar la natalidad, ayudando a los matrimonios a tener los hijos que desean, que son más de los que tienen. Aquí el estado debería incrementar las ayudas igualándolas a las de los países de la Unión Europea, muy superiores a las de España.
Esta mezcla de cariño y fortaleza, esencial en el desarrollo, sólo se consigue, en las proporciones adecuadas, en el ámbito familiar. Y se da en todas las familias, tanto las del norte como en las del sur, en las del este y las del oeste. Es de ley natural. Por eso, por ser natural y por ser esencial para el relevo generacional, se requieren todos los apoyos posibles por parte de las autoridades. Apoyos que a veces se le niegan injustamente.
Un amigo y escritor, me dice sobre su mujer enferma: “Nos dimos cuenta de cómo en este espacio de la familia, es dónde la santidad nuestra tiene su vigencia. Dónde hemos de hacer el camino hacia la santidad oculta y sin brillo, en medio del mundo. Alegrías, buenas noticias, enfermedades, son los encuentro diarios con nuestra vocación, sabiéndonos sellados con el sello de Dios, que no es otra cosa que esa cruz que el Señor, a ratos, como con Simón de Cirene, pone ligeramente sobre nuestros hombros. Podría hablar de la “enfermedad de la mente” de mi mujer (su mal de Alzheimer), pero prefiero hablar de su sonrisa constante en sus ojos y en sus labios. De su amor a la Virgen y de las flores que nunca le faltan a su imagen. De su rezo del Ángelus o del Rosario. De su amor a los pobres y de su apostolado. “Le pido a Dios que me cure, me dice, para que pueda hablar de Él a mis amigas, pero Dios no me escucha”. Y regresa triste a casa creyendo que no ha hecho nada, sin darse cuenta de que, ese sufrimiento, es precisamente su mejor apostolado”.
Hemos hablado de los niños, pero los padres se forman también en la familia. Teniendo en cuenta de que las personas maduramos cuando pensamos en los demás y nos olvidamos de nosotros mismos, la familia nos ofrece el marco ideal. La educación de los hijos y los esfuerzos por allegar los recursos necesarios para cubrir las necesidades, no nos permite casi ninguna referencia personal. Es asombrosa la diferencia que hay entre una persona soltera y un padre o madre de familia. Bastan muy pocos meses para pasar de una a otra situación, pero la madurez alcanzada en ese período, no la obtendría nunca una persona soltera, porque a menudo le faltan unos compromisos tan exigentes. La convivencia de los cónyuges exige además altos grados de comprensión y sacrificio. Sumados todos estos empeños podemos concluir que la familia sirve para la formación de los padres más que para la de los hijos.
Aún tenemos un escalón más, el formado por los abuelos. Qué buenas son las familias grandes, cuántas oportunidades nos brindan. Podríamos hablar de una póliza de seguros con cobertura total: allí encuentran cobijo niños, mayores, enfermos, accidentados, parados y la larga lista de las miserias humanas que siempre son atendidas. Allí también de dan las mayores muestras de generosidad, de servicio, de confianza, de veracidad, etc. Allí tratamos a los demás y somos tratados como quién somos y no por lo que tenemos.
Hemos visto cómo los hijos necesitan de los padres y viceversa. También la sociedad necesita de la familia y la familia de la sociedad. Este segundo proceso de socialización es fundamental y especialmente complicado, en el momento actual marcado por un rabioso relativismo. La vida de un niño puede desenvolverse en tres ambientes muy distintos: la familia, el colegio y el tiempo libre. Cada uno de ellos marcado por la ideología que le corresponde. El niño termina desconcertado, sin saber a que carta quedarse y concluye que todas las cartas son iguales. Al final su personalidad acaba completamente fragmentada: no hay unidad de vida, hay multiplicidad de vidas. Es tarea de los padres ayudarles a desenvolverse con naturalidad en todos los ambientes, pero siempre reforzando el propio.
El compromiso de los padres les tiene que conducir a dotar a los hijos de recursos para saber convivir y respetar a sus amigos, cuando piensan de un modo distinto al suyo. Sabiendo apreciar lo que tienen como un tesoro, que no pueden dilapidar en un instante, como no lo harían con un patrimonio de bienes materiales. Este es el verdadero fin de la formación. Para logarlo, los padres, han de prepararse adecuadamente: no van a tener ciencia infusa. Han de conocer las circunstancias, las corrientes y los modos de comunicarse con eficacia con los hijos, en función de la edad y su capacidad, no es igual un adolescente que un universitario o un niño. Esta preparación requiere tiempo y empeño, igual que lo requiere la formación profesional, Hay que aprovechar el momento o nos lamentaremos durante muchos años.
Después de este recorrido por la formación de una familia, podemos regresar a las palabras de Juan Pablo II: familia sé tú misma; y comprender que encontrar la esencia de la familia requiere un intenso empeño por parte de los componentes, en mutua colaboración. De otro modo la familia estará lejos de ser lo que debe.
Ahora, es frecuente, que eludamos nuestros compromisos, porque nos complican mucho la vida. Después de cada cambio de timón se quiere iniciar una nueva página, pero no es posible, porque el cuaderno no tiene tantas páginas. Entonces tenemos que empezar a escribir entre líneas y con una inestabilidad que nos lleva a un sacrificio mucho mayor que aquél que pretendíamos evitar inicialmente.
Qué alegría produce poder contemplar la vida de los hijos y de los nietos con el orgullo de comprobar que los valores que nosotros infundimos han sido perfectamente asimilados. Y qué gozo cuando entre nuestros hijos aparecen las vocaciones sacerdotales o almas con el deseo de encontrar a Dios en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias. San Josemaría lo expresa así en Forja, n. 1005: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Y eso es lo que deseamos para cada uno de nuestra familia y la entera humanidad.
Revista ARVO, 2016
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