Huir de la resignación
Tal y como se desprende de la Biblia y atestigua la Iglesia, el amor del hombre y la mujer tiene vocación de consumarse en una entrega mutua, una entrega total o -dicho de otro modo-, una entrega irrevocable. Una vocación de enorme belleza y de gran envergadura que permanece inscrita en el corazón del hombre, aun cuando los hechos y las mentalidades lo desmientan tantas veces. Esta distancia entre el ideal y la realidad se podía percibir ya en los años del Concilio Vaticano II: la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual reconoce la problemática situación del matrimonio y de la familia. Sin embargo, los Padres del Concilio, en lugar de concluir que la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la indisolubilidad de la unión. conyugal debe ser revisada a la baja, insisten en este punto decisivo: «Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio… Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (Gaudium et Spes, nº 48). No cabe duda de que hay que desconfiar de las fórmulas mágicas. La mera repetición de los grandes principios no conlleva en sí misma la convicción y menos aún la conversión. Pero no viene mal volver a escuchar estas verdades fundamentales. Durante mucho tiempo, todo o casi todo el mundo las ha acogido como una evidencia. Ahora, sin embargo, tienen más bien el estatus de opinión minoritaria o de opción particular. ¿No es esta una razón más para dar testimonio de ellas con el fin de conservarlas como alternativa al matrimonio CDD (contrato de duración determinada) y a la precariedad consiguiente? Una precariedad que es, en primer lugar, afectiva, pero que se convierte muy pronto en precariedad existencial, con múltiples y posibles daños colaterales. Estos pueden afectar a la vida profesional (o a la vida escolar en el caso de los niños), a las relaciones humanas y de amistad, a la fe y a la vida eclesial, así como a lo más hondo de la identidad y la historia personales, a veces hasta el punto de provocar un estado depresivo u otro tipo de trastorno psicológico. Tampoco en el plano material son pocas las consecuencias; y no nos apresuremos a decir que estas revisten menos importancia, porque es sabido que estadísticamente las rupturas familiares son una de las principales causas de empobrecimiento, incluso entre personas adultas de las que jamás hubiéramos sospechado que fueran a quedarse en la calle. Y, sin llegar a estos extremos, cambiar de entorno vital y a veces de nivel de vida desestabiliza a cualquiera. Por muy variables que sean las consecuencias de las rupturas, siempre las hay. Lo sensato sería, pues, acudir a las raíces y a las causas del problema, y no contentarse con ocuparse de las consecuencias, y menos aún con afligirse quedándose de brazos cruzados. ¿No hay nada que hacer para que el amor tenga futuro? ¡Incluso estando en el tercer milenio!
No obstante, lo dicho hasta aquí exige afrontar una cuestión previa ineludible. ¿Pueden los hombres y las mujeres de hoy en día reconocerse en el ideal del matrimonio indisoluble? Los tiempos han cambiado. Se ha producido una auténtica revolución de las costumbres: el amor cuando yo quiero y con quien quiero. Esta reivindicación aún no se ha formulado con tanta crudeza, pero -queramos o no- impregna las mentalidades, y la generalización de la contracepción la ha hecho técnicamente posible. Hay quien añade que el aumento de la esperanza media de vida prolonga la duración de la vida en pareja: la gente se casa -dicen con confianza en el futuro, pero carece del aguante necesario para convivir varias decenas de años. Un argumento matemático -a mi juicio- falaz. Por un lado, hoy en día buena parte de los divorcios tienen lugar en los primeros años de matrimonio, cuando no en los primeros meses. No se trata, pues, de un problema de desgaste. Hay que recordar también las separaciones que siguen a un tiempo de concubinato y que, aun siendo más frecuentes y precoces, nadie contabiliza. Las crónicas familiares, por su parte, o los relatos de otros tiempos atestiguan casos de parejas mayores muy unidas. Solemos hacer una interpretación errónea de las cifras, por cuanto olvidamos que, en el pasado, en nuestros países -como ocurre hoy en el tercer mundo- la mortalidad infantil era un factor importante en el descenso de la cifra estadística de esperanza de vida, junto a otros factores no desdeñables como el número de mujeres fallecidas en el parto. Además, las estadísticas no dan cuenta de la vida concreta de las parejas ni de sus pensamientos más íntimos. Indudablemente, hay parámetros externos que pueden incidir en la solidez de la unión, pero la fidelidad es sobre todo fruto de una convicción interior.
¿Convicción? ¡Ese es el problema! Ante la evolución contemporánea de las costumbres, en el terreno del matrimonio y de la familia como en tantos otros, allí donde se configura cierta visión de la persona y de la sociedad humanas, la actitud de los responsables -incluidos algunos responsables de la Iglesia- resulta bastante decepcionante. Es como si nos encontráramos ante movimientos irresistibles e imposibles de dominar o de orientar siquiera. No queda más remedio que sufrirlos. Para no reconocer que somos testigos impotentes, decimos que somos observadores atentos. Y, como no es muy loable sumarse a la corriente, decimos que la acompañamos, por utilizar una palabra clave de la pastoral católica. De todo ello se deriva cierto malestar, cuya causa no reside solamente en una dificultad objetiva: la de hallarnos en un universo cuya cultura, legislación y way of life se han alejado notablemente de la sabiduría evangélica e incluso de una herencia humanista. A mi juicio, a ese malestar viene a sumarse una dificultad subjetiva, y es que en muchos se advierte una duda profunda sobre la validez de los principios anteriores.
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Texto: “Dije sí, dije quiero”. Alain Bandelier
Foto Ismael MS