El consejo de un psiquiatra para que los hijos no crean que mandan, dominan o pueden hacer lo que les dé la gana con sus padres
Luis Gutiérrez Rojas, médico psiquiatra y autor de La Belleza de vivir, considera que «es un error decir a los hijos «si te esfuerzas puedes conseguir todo aquello que te propongas»
¿Cómo pueden los adultos aceptar cómo son y, sobre todo, cómo ayudar a los hijos a aceptarse como son si los padres se pasan el tiempo diciéndoles que deben ser de otra manera: más obedientes, más limpios, más educados…?
No hay una varita mágica para saberlo, pero lo cierto es que para alcanzar la felicidad y estabilidad en la vida es necesario aceptarse a sí mismo, tal y como es. ¿Y cómo podemos hacer eso? La mejor manera de conseguir que una persona (hijo, marido, esposa…) cambie no es diciéndole «tienes que cambiar, tienes que hacer esto o lo otro».
Eso sirve de poco. El truco está en decir a la gente cómo es; es decir, qué ventajas e inconvenientes tiene su comportamiento. Cuando uno cae en la cuenta y percibe realmente qué le perjudica, tiene un punto de inflexión. Se da cuenta de que le conviene cambiar…, pero muchas veces no se sabe cómo hacerlo y puede pedir ayuda. Por tanto, no se trata tanto de sermonear como de preguntar «¿oye, tú qué crees?, ¿qué te cuesta?, ¿cómo lo harías?». Es una forma de lograr que la gente se quiera y no esté todo el tiempo señalando lo malo, algo muy propio de los padres con sus hijos. Cuando una persona sabe cuáles son sus puntos fuertes, gana en autoestima y tiene muchas más capacidades para enfrentarse a la vida.
Muchos padres pretenden que sus hijos sean felices y para ello les colman de caprichos pero, cuando llegan a la adolescencia, se enfadan con ellos porque son unos caprichosos; les envuelven en confort y, posteriormente, les regañan por ser vagos o perezosos; les dan ocio tecnológico y audiovisual y, pasado el tiempo, les culpan de que no leen; les evitan el dolor, pero después les dicen que son unos quejicas… ¿Cuáles son las consecuencias de este tipo de educación tan contradictoria?
Verdaderamente es una contradicción. Por un lado, queremos que nuestros hijos tengan satisfechos todos sus deseos para hacerles felices —quiere un capricho, se lo doy; le apetece ir a un sitio y vamos…—, pero luego nos quejamos. Estos niños sufren lo que los psicólogos denominamos nula tolerancia a la frustración. Cuando uno está frustrado, cuando obtiene un no por respuesta o le decimos que no vamos al cine…, piensa que es una desgracia. ¿Cómo podemos cambiar esto? Acostumbrándoles al déficit, al no. Se trata de decirle: búscate la vida, llama tú, entérate tú… Y sería bueno que de vez en cuando tengan noes de sus padres; es decir, que eso que tanto desean y anhelan no siempre lo tengan para que no se acostumbren. En la vida personal, laboral, familiar todo el mundo tiene que gestionar el fracaso, situaciones en las que nos vienen mal dadas y nos salen mal.
Pero es fácil que los padres, después de largas jornadas de trabajo, prefieran evitar el no para no aguantar las pataletas del niño, ¿no es así?
Si cuando tiene una pataleta al final le decimos que sí a lo que quiere, estamos cometiendo un grave error. Las pataletas son un recurso para intentar salirse con la suya. El niño sabe que si la lía, si la monta, si lo dice cien millones de veces, al final, le hacen caso. Pero es que eso se educa. Igual que el hijo se ha educado a conseguir cosas a base de liarla, pues nosotros podemos hacerlo a la inversa diciéndole: «da igual lo que grites o chilles, que no te lo voy a dar». Entonces, ¿tendré que estar continuamente aguantando sus chillidos? No. Tendrás que aguantarlo al principio hasta que se educa y acostumbra a que por mucho que chille sus padres no ceden. Si los padres no lo hacen así, la pataleta será cada vez mayor y, cuando llegue a la adolescencia, el joven no chillará, sino que realizará amenazas, se hará daño, se lo hará a los demás, se escapará y desplegará agresividad. Si desde el principio educamos a que nuestro hijo vea que no manda, que él no nos domina, ni puede hacer lo que le da la gana con nosotros, cuando llegue a la adolescencia, se llevará mejor.
En su libro le dice al lector: «si quiere ser feliz no sea empático». Sin embargo, es uno de los valores que se enseñan a los niños en muchos hogares y desde las escuelas ¿En qué quedamos? ¿Lo contrario no es ser egoístas o insolidarios?
El amor es jerárquico; primero está mi familia, las personas que quiero, mis amigos, mis clientes… Hay personas que piensan que lo importante es ponerse en el lugar de los demás, de tal manera que van generando un halo de afectividad con conocidos y desconocidos que les hace un daño tremendo. Tenemos que plantearnos un concepto sano de empatía: escucho al otro y le ayudo, pero no hago propio los problemas ajenos. Cuánta gente sufre por problemas de personas de su entorno, o de las que ve en la televisión. Yo les hago una pregunta: ¿que tú estés hecho polvo, alivia el dolor ajeno? No. Te genera angustia a ti y a los demás. Sirve para amargarte la vida y a los que te rodean. Hay quienes lo que hacen es cargar de piedras un saco de problemas ajenos y que, en el fondo, justifican su malestar y que no miren en su propio interior.
En uno de sus capítulos destaca que no ha habido ningún otro momento en la historia de la humanidad que haya estado sometido a una mayor tiranía audiovisual, con miles de estímulos que muestran personas que son completamente felices, y multitud de ideas para lograr la felicidad a golpe de clik. Todo esto, ¿nos está haciendo más infelices?
Estamos en una sociedad capitalista y tiene ventajas e inconvenientes, como el que las empresas estén continuamente generándonos deseos en un bombardeo continuo y, además, con mensajes muy bien diseñados desde el neuromarketing para que creamos que si me compro ese bolso o voy a tal restaurante seremos más felices. Pero eso no es cierto, el consumismo y el materialismo nos da una satisfacción muy cortoplacista. Las personas que tienen mucho dinero cada vez quieren gastar más porque ya no encuentran qué les sacie. Lo que nos llena de verdad es el amor verdadero, el auténtico, el estar bien con otro. La mayor satisfacción de un viaje o de una comida es poder estar en compañía de los que apreciamos. ¿Cómo podemos darle la vuelta? Podemos pensar que esa satisfacción de deseos es más humana, mucho más placentera, casi hedónica, si es compartida. Pensemos qué cosas podemos hacer por otros. Los hijos nos piden cosas todo el tiempo, pero ¿porqué no hacemos actividades o planes en familia, algo que nos guste? Eso une mucho más a la familia.