Se llama «síndrome de Medea». En su artículo «Medea», Javier Pereda Pereda (Diario Ideal Jaén, 28 de agosto de 2020) explica en qué consiste y cómo se debe combatir.
Medea era una sacerdotisa de la mitología griega, que tuvo gran influencia en poetas trágicos como Eurípides. Estaba casada con Jasón, con quien tuvo dos hijos; éste lideraba a los Argonautas en busca del vellocino de oro. Ante la infidelidad de Jasón a Medea —al irse con la hija del rey de Corinto—, ésta se vengó sacrificando la vida de sus dos hijos. Cometió este crimen con sus hijos, para, de esta forma, causar un mal a su esposo. Este hecho ha trascendido a la ciencia psicológica denominándose ‘síndrome o complejo de Medea’; se trata de un cuadro de síntomas que caracteriza a la madre (a veces también al padre), que, debido a las desavenencias con su marido (o mujer), descarga todas sus frustraciones con agresividad hacia la descendencia. Quienes padecen estos desequilibrios no separan la feminidad de la maternidad, hasta llegar a utilizar al hijo como un instrumento de poder y de revancha contra su pareja. Este tipo de trastorno mental lleva a considerar a los hijos como objetos; de tal forma que el hecho de quitarles la vida está encaminado principalmente a hacer daño al padre.
Estos casos, desgraciadamente, siguen dándose en la actualidad; quizá de forma más sibilina, sin llegar al infanticidio. En los divorcios que se tramitan en los juzgados de familia, se comprueba cómo los hijos se convierten en víctimas del fuego cruzado entre los progenitores. Las madres suelen estar más tiempo con los menores, como se refleja en el número de casos de custodias compartidas, que están por debajo del cincuenta por ciento. Pocos padres tienen la grandeza y la sabiduría —recordamos la disputa de las dos madres ante el rey Salomón— de no indisponer a los menores contra el otro progenitor; es una forma de maltrato al menor. Si los padres fueran conscientes —salvo que carezcan de la más mínima empatía— del sufrimiento que infligen a los hijos cuando presencian —porque no se puede disimular el odio— que sus padres discuten por todo, cambiarían radicalmente. El mejor regalo que unos padres puedan hacer a sus hijos es comportarse civilizadamente y con buena sintonía entre ellos. Cualquier ataque entre los padres, a quien más daño causa es a los propios hijos. A la tragedia de la ruptura de la convivencia de los padres —los hijos son los principales perjudicados–, no se les puede añadir mayor desazón, porque se les origina un daño irreparable de por vida. En 1985, el psiquiatra Richard Gadner definió por primera vez: el ‘Síndrome de Alienación Parental’; por ejemplo, «quitarle o hacerle abandonar a personas que el niño quiere»; según la Clasificación DSM-V (‘Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders’) esta actuación supone «un maltrato psicológico infantil». Los niños no son responsables del fracaso, desacierto, culpa o mala suerte de sus padres. Para eso habrá que saber distinguir —sin mezclar— la relación matrimonial de la filial.
El legado cultural del actual hipermodernismo individualista, a raíz de la Revolución sexual de Mayo del 68, ha venido a agudizar el problema. Esta ideología ha llevado el empoderamiento femenino y a un neomarxismo: la primera lucha de clases es la del sexo. Una manifestación del poder femenino sería apartar al hombre de las tareas de educación (formar en conocimientos, moral y afectividad) de los hijos; de esta forma, éstos serían ‘secuestrados’ por la madre. O exigir al padre —se le achaca que no sabe educar— que proceda a realizar dichas tareas al dictado de la madre, que se erige en una especie de oráculo de Delfos. Esto entraña un inmenso error, porque la ‘Naturaleza’ ha dotado a los hijos del derecho inalienable —que en ningún caso pueden ser privados— a crecer y desarrollarse en armonía mediante la paternidad y la maternidad conjunta.
Así la feminidad transmite a los hijos: protección, acogimiento, la ética del cuidado, comprensión, comunicación; la masculinidad aporta otras cualidades: fortaleza, la libertad, exigencia, racionalidad, seguridad. Se hace precisa una nueva revolución sexual del s. XXI, basada en la ecología del hombre, que lleve a dar relieve a la complementaridad de los padres (entre sí y con los hijos), basada en la fuerza de amor. Esto implica, como explica un humanista cristiano de nuestro tiempo: «El prejuicio psicológico de pensar en los demás».
Foto: Imagen de Tammy Cuff en Pixabay